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Buñuel, una construcción del sujeto trágico a partir de lo siniestro

Por: Tomás Vargas Cano / 16 de noviembre, 2019

Luis Buñuel por Salvador Dalí

Gran parte del tiempo, la vasta obra cinematográfica del director Luis Buñuel es fiel reflejo de un mundo interior que, a su vez, encuentra este espacio como único medio para desenvolverse y develar los profundos complejos del artista. Por ejemplo, Buñuel, a lo largo de toda su filmografía, experimenta una crisis teológica patente en su exhaustivo interés por temáticas ateístas y en su afán por deconstruir el comportamiento humano.

Es por ello que el cine del director, nacido en la región española de Aragón y posteriormente nacionalizado en México, trata de cómo la dimensión velada del sujeto―producto de los deseos reprimidos―emerge y se manifiesta para confrontar el destino trágico al que son condicionados los sujetos de la diégesis buñueliana. El equilibrio entre destino trágico y develación de una realidad interna por vía de los personajes, refleja una visión pesimista respecto al mundo moderno que, a su vez, es planteada de una realidad a la que el director se siente ajeno. En las películas Los olvidados (1950) y Nazarín (1958), las condiciones que determinan al sujeto trágico son extremas desde la apertura, y esto conduce hacia una revelación interna de los personajes, una epifanía. Por su parte, tanto en El ángel exterminador (1962) como en Simón del Desierto (1965), la marginación se efectúa a través de un enclaustramiento―dentro de una habitación y sobre una columna— y, por consiguiente, la develación íntima es dirigida por una inhabitualización paulatina de la realidad. De este modo, lo siniestro[1] procede como mediador de las relaciones entre los personajes y el mundo que los rodea. Dicha relación, en todos los casos, desemboca en un destino trágico de los personajes. En otras palabras, el individuo de Buñuel supone, frente a la caída trágica, condiciones inalterables a la cuales está determinado y, por tanto, considera seriamente las fuerzas que se oponen a la redención de la humanidad. De este modo, la historia trágica finaliza con “la revelación de la naturaleza de las fuerzas que se oponen al hombre” (White 21) y, en consecuencia, la victoria del mundo se instala como condicionante de un sujeto imposibilitado por dicha realidad.

Es preciso indicar que las obras señaladas son filmadas en un periodo en el cual el cineasta se encuentra profundamente inmerso en la cultura mexicana. Salvo por Los olvidados, obra que instaura una visión extremadamente honesta y pesimista de la realidad nacional, el resto de las cintas se realizan por un Buñuel que ya se siente parte de una idiosincrasia mexicana y, a su vez, es reconocido como tal por su gente. El retrato del mundo trágico se encuentra proyectado en este país desde una mirada que la concibe como nación inhabitual, rica en elementos surrealistas inspiradores y complejos fenómenos de la psiquis humana. Respecto a esto, Jean Duchet menciona que “Buñuel es ante todo un cineasta realista, es decir, [que comprende que] la realidad del mundo descansa sobre una correlación de fuerzas que en esencia es una relación de violencia que nada puede detener” (cit. en Lucas 34). De este modo, propongo abordar la obra de Buñuel desde este punto clave, es decir, como un movimiento que transita desde cierta verdad oculta, que deviene en el inconsciente del sujeto, y se dirige hacia lo trágico. Esto opera como matriz del relato fílmico de Buñuel y, por tanto, los aspectos formales, como la elección de planos, raccords y montaje, quedan relegados a una vinculación con la composición del contenido que emerge desde la situación siniestra.

La impotencia del ojo

Luis Buñuel, desde los inicios de su obra, tiene una preocupación por el ojo y su papel como principal receptor del mundo cotidiano. La primera gran obra surrealista de la historia del cine, Un perro Andaluz (1929), es elaborada por el director junto a su amigo artista Salvador Dalí. Este cortometraje vanguardista palpa un emblemático acto de apertura: el cercenamiento del ojo realizado por el mismo Buñuel pues, para este, parece ser de vital importancia protagonizar la mutilación en pantalla. Efectivamente, esta escena se vincula directamente con los impulsos siniestros. No solo el director afirma haber soñado la escena, sino que también es expuesta como un acto de declaración de principios que revela una confrontación frente a la realidad que ya no le es familiar. Lo inhabitual se asoma desde lo profundo de la mente, que encuentra su perfecto espacio en el caos[2] de lo onírico, lo que Freud, en su segunda tópica, denomina la dimensión del Ello. Lo percibido por la vista aparece como ilusión aparente de orden, sistema, norma o normalidad, cuando en realidad el Ello representa todo lo contrario: violencia y mutilación. Entonces, el ojo en Buñuel es una herramienta insuficiente para la comprensión de la realidad, porque se encuentra insoslayablemente relacionada a lo reprimido del sujeto. En una escena del corto, un hombre carga con el peso de dos pianos y, sobre cada uno de ellos, el cadáver de un burro. Esta imagen genera una inversión de lo cotidiano, pues los burros son los que cargan la vida de los hombres. La cámara filma un primer plano del rostro animal, donde las cuencas oculares se hayan vacías. Lo anterior crea una continuidad visual en la declaración y, así, la extirpación del ojo pasa a ser en la obra un símbolo de la impotencia de la vista.

Por su lado, el personaje de Ojitos de la película Los olvidados es presentado por medio de su relación con la disfuncionalidad de la vista. Al comienzo del film, Pedro, el Jaibo y los demás, planean hurtar a Don Carmelo (el ciego). Todos los muchachos se retiran de la escena a excepción del triste Ojitos y Pedro, que ahora son principalmente filmados por la cámara. “¿Qué me ves?” pregunta Pedro al niño recién abandonado mientras lo empuja; “yo nada” contesta este, a lo que Pedro replica: “pos, póngase chango …” y se marcha. Pedro es el héroe marginado, es decir, el sujeto que desea escapar de su condición trágica. Él le objeta al pequeño que deje su calidad de espectador-testigo de la situación. Ojitos es el único personaje introducido al espacio marginado y, en consecuencia, su sola presencia es la que denota el espacio familiar que acaba de perder y que, a su vez, se contrapone al descubierto en las calles “olvidadas”.

Del mismo modo, el anciano invidente parece ser, junto al Jaibo, el sujeto siniestro más ruin de la historia. Ambos encarnan la degradación moral develada en la existencia superviviente de los ellos, producto inherente del desarrollo avanzando de la modernidad. El hombre ciego, quien apoya el régimen represivo de Porfirio Diaz, se posiciona como verdugo de Ojitos y, por ende, como principal motor de marginación siniestra de Ojitos. Por ello, existe una correlación inversamente proporcional entre la vista y el espacio velado del inconsciente, entre el joven inocente y el anciano marginado. Por último, cabe mencionar la escena del maltrato al lisiado―ya he planteado que el cercenamiento y la ausencia de extremidades es índice del descontrol de las pulsiones reprimidas―, donde se filma al hombre sin sus dos extremidades inferiores inserto en el mundo del olvido. Rodeado de jóvenes abusivos, un plano medio permite apreciar de manera explícita al sujeto confrontando a los chicos enajenados, cegados por pulsiones hostiles y auto-excusándose por el mísero deseo de un cigarro. Así, la tensión generada en el momento y la velocidad de las escenas no permite al espectador percibir con claridad un elemento fundamental: la tabla sobre carro del inválido en la cual se lee el grabado “me mirabas”, metáfora de su abandono en dicho entorno que, representado como tal no puede estar bajo el amparo de la mirada de Dios.

Lo siniestro: la intimación del sujeto

El profesor y crítico de cine Pablo Corro, guiado por las lecturas de Freud—autor muy leído por Buñuel—, propone en Un espacio siniestro en el cine de Buñuel, que el espacio creado por el director opera como un sitio de lo siniestro, que tiene como principal característica ser ontofánico. Esto es, una zona dramática de epifanía—revelación oculta— que “se presenta como un encierro [y] que descubre primero, el ser esencialmente inestable, precario y oscuro de los hombres; y luego, el fondo caótico, insensato, inhóspito de lo real” (Corro 116). En este sentido, “lo bello” estaría familiarizado a lo limitado y finito de la conciencia, lo que el “yo” aún es capaz de abarcar, ocultando, a su vez, otra dimensión incontrolable. Entonces, lo siniestro estaría ligado justamente al traspaso de este contenido oculto e imprevisible que permanece tras la cáscara de la familiaridad. Por esto, los personajes de su obra están relegados a un espacio que condiciona al sujeto a la intimación, a desentrañar lo insólito de la psiquis humana y las pulsiones reprimidas que actúan por sobre esta. Por ejemplo, Los burgueses de El ángel exterminador están enclaustrados, por ende, marginados directamente en una mansión, sitio que induce a la degradación del comportamiento humano; el estilita en Simón del desierto está rehuido a su columna en la inmensidad del desierto. Los olvidados junto a Nazarín construyen un espacio marginado a priori, sitios de paupérrimas condiciones y excesiva pobreza.

Por un lado, Los olvidados es una película que trata de personajes que son abandonados en los suburbios de una ciudad en México, y que sobreviven de manera salvaje, llevados a efectuar acciones violentas y amorales, que reverberan una suerte de degradación moral. En este filme se observa que los actos más ruines y hostiles se asocian a un sitio determinado dentro del espacio siniestro: una construcción inconclusa que cumple la función de ser el hilo conductor de una concordancia poética. Es allí donde inicialmente golpean al ciego por crueldad y venganza, es allí donde el Jaibo asesina a Julián por las mismas razones y, en consecuencia, es allí donde emergen los comportamientos de motivaciones desestructuradas e inconclusas que continúan circulando en el caos de lo ominoso. De cualquier modo, el Jaibo y las personas que rodean a este constantemente cometen los actos más deleznables, reflejando así un lado oscuro del sistema, una cara de la modernidad reproducida a micro-escala por los niños de la película. Los personajes, entonces, cimientan vínculos viciosos entre verdugo-víctima: Don Carmelo/Ojitos, Jaibo/Pedro, Jaibo/JuliánMadre/Pedro, etc., creando así la metonimia de un mundo tensionado entre poderosos y sometidos. Asimismo, la escena del sueño de Pedro es, para Buñuel, el momento de más libertad en el film. Si bien no de carácter absolutamente surrealista, está escena es constituida a partir de elementos fílmicos que rompen con los modelos de representación normativos. El uso de estos procedimientos es justificado enmarcándose dentro de la experiencia onírica del infante: la cámara es ralentizada, los sonidos de las voces no se condicen con el movimiento de los labios, el montaje aparece entrecortado. Así, a ratos las imágenes se fragmentan—principalmente cuando Julián se encuentra ensangrentado bajo la cama—, mientras predomina un insistente y violento cacareo de gallinas, símbolo de lo trágico buñueliano. Todos los elementos giran en función a los deseos contenidos y enterrados en el inconsciente de Pedro. Él busca la aceptación afectiva de su figura materna, codificada simbólicamente en la carne que es arrebatada por el Jaibo de las manos del pequeño.

Por su parte, en Nazarín la presencia del padre Nazario encarna las acciones humildes de un sujeto moralizado. El adulto anhela lo justo en el abandono de los excesos de la sociedad, objetivo que linda muy próximo a la búsqueda de Simón del desierto. Ambos sujetos coinciden en la desposesión de lo material, camino de la superación humana vía abstinencia de los deseos y superación de la terrenidad. Cuando se presenta a la personaje Beatriz, la cámara filma a la mujer intentando fallidamente ahorcarse en el espacio marginado. Este acto se relaciona profundamente con lo siniestro, pues la muerte es el punto culmine de la develación inconsciente, lo que Freud en Más allá del principio del placer (1920), denomina la pulsión de muerte, esto es, una inclinación del sujeto no sólo al propio placer, sino más bien, al displacer. La muerte significa una escapatoria definitiva del sujeto trágico sometido a la realidad. De este modo, los personajes marginados, que principalmente circulan alrededor del padre, terminan por observarlo como un oscuro objeto de deseo. La escena en que, producto de la violencia observada en la pelea de las mujeres, Beatriz imagina una fantasía erótica, muestra una clave importante respecto a esta personaje. La imagen comienza a ondular como líquido mientras ella y su marido se besan, insultan e incluso dañan físicamente: ella muerde su labio, una gota de sangre cae. Esta ondulación se configura como sus deseos, pulsiones íntimas de la mujer, en otras palabras, la cámara permite al espectador ver desde la siniestra subjetividad de ella—su mente.

Tanto en El ángel exterminador como en Simón del desierto los sujetos cruzan un proceso de marginación que constante y progresivamente deviene en el ser oculto. Es más, esto llega a sublimarse hasta condensar y configurar totalmente un espacio onírico y primitivo; recordemos el delirio de la mano cercenada en el caso de los burgueses y las constantes visiones de Satanás que intentan tentar a Simón. En el comienzo de la primera película, el doctor baila con una de las señoras, quien rápidamente lo besa y le menciona “hace tiempo que quería satisfacer este deseo”. Este es el motivo principal que impulsa todos los hechos del film, es decir, el deseo transitorio hacia las pulsiones reprimidas por las pautas morales del orden. Por ello, para Buñuel las relaciones causales y lógicas no parecen tener importancia sino al contrario, su elisión realza la construcción del espacio siniestro. Por esta razón, el director no justifica el motivo del enclaustramiento de los burgueses en la mansión. En cuanto a la escena del delirio, la señora recostada en el sofá de pronto se encuentra sola en la habitación en la que hace un momento circulaban decenas de personas desesperadas. Escucha un sonido chirriante, la cara de la mujer y el armario son conducidos por un raccord, la puerta se abre. Este momento es fundamental, pues traza un límite definitorio entre el mundo “normal” y los horrores del inconsciente, realidad concordante con la representación física del encubrimiento. En la habitación, las superficies de las paredes y el armario están cubiertas de imágenes angelicales, símbolo de una realidad que aparentemente se encuentra subordinada al mandato de Dios y su ley moral. Sin embargo, tras las imágenes de las paredes, al interior del armario, se encuentra, paradójicamente, un sitio ocupado como baño, motel y albergue, transfigurado en la oscuridad: sexualidad, muerte y desechos –tanto físicos como psíquicos— juntos en un mismo punto. Por ello, desde este lugar, es donde surge y se arrastra la mano cercenada, encarnando las pulsiones y temores de la mujer. La extremidad suelta se moviliza y genera tres acciones primarias: primero, la impotencia de la mujer al no lograr frenar el movimiento de la mano; Luego, la escalada por el cuerpo, exaltando un componente de sexualidad incontrolable y, por último, la agresividad directa de ella con el arma punzante. Esta construcción iniestra también tiene cabida en las visiones de Simón, quien ve la tentación sexual encarnada en la pequeña niña, el arma punzante manipulada por el demonio que lo atraviesa por la espalda y, finalmente, su sentimiento de impotencia frente al devenir final del desenlace.

Destino trágico como condición

En la película Los olvidados, el carácter moral de los personajes es degradado en la marginación social desde un comienzo. Los niños de la película planean e intentan efectuar un robo a Don Carmelo como primer acto de iniciación. Entre ellos, Ojitos parece ser el único que se muestra reacio a las actitudes hostiles, demostrando un comportamiento inocente. Nos enteramos de que, al ser abandonado por su padre, es introducido al espacio marginado. Así, en pureza latente, constituye la figura de “un marginado no violento” (Lucas 45) que rápidamente se subordinará a la crueldad de Don Carmelo. Este rol de víctima es una constante en Buñuel: la escena del enano abusado en Nazarín refleja eso. Segundos antes, Andara sufre las adversidades trágicas cuando peregrinando hambrienta les son negadas sus peticiones de alimento por las personas del pueblo que solo cierran la puerta ante su rostro. Por su lado, la figura de Pedro—trágico olvidado— está estrechamente ligada a la posición del espectador, pues ambos cumplen un rol de testigo frente a los hechos violentos, guardando silencio y convirtiéndose en cómplices, como ocurre con la muerte de Julián. Además, y más importante aún, el muchacho es el único personaje que “se rebela ante su situación [y] en definitiva, es el único que quiere cambiar” (Lucas 45). Su entusiasmo y desesperación por cumplir la misión encomendada por el director resulta fruto de un profundo deseo de salir y superar el espacio de marginación. Este hecho es el único ápice de confianza adulta que el personaje logra hallar, por eso el espectador se siente complacido y aliviado cuando Pedro delata al Jaibo frente a la multitud. No obstante, dicha funcionalidad es igualmente evocada cuando el cuerpo del muchacho es arrojado al vertedero. El espectador muere junto al cuerpo de Pedro, reducido a un bulto rodante junto al oscuro cerro, “descubriendo que todas sus esperanzas no eran más que luz de gas porque alguien tan olvidado como Pedro no puede tener un final feliz, está abocado a la tragedia” (45). En este acto, Buñuel frustra las esperanzas del espectador y decide ominosamente, por vías de la privación del sepulcro, no dar descanso al alma del joven, la espina final que deforma las expectativas de la audiencia.

Por su lado, yace la posición del padre Nazario quien se resigna al destino trágico cuando es culpado de ocasionar el incendio y mantener relaciones carnales con Andara, la prostituta que acoge. Ante esto el padre, quien ante las falsas acusaciones traduce los hechos como un designio divino, responde: “mi tribunal es el de Dios, y a él me remito. Acepto con resignación el sufrimiento que por tantos caminos ve la maldad humana. Puedo abnegarme”. Todo el peregrinaje y las buenas intenciones del padre son causa de fracaso ya que, ante los ojos del resto, son interpretadas de manera opuesta. Cuando comienza a trabajar por comida es expulsado por obreros, abandonando el espacio de inmediato. Tras su ida, el sitio es tensionado por una pugna entre trabajadores y su patrón, quien los reprende por lo acontecido. La cámara, abandona el lugar junto al obispo en dirección al bosque, pero el sonido en off de disparos da a entender la elisión del suceso trágico. Asimismo, tras ayudar a los enfermos de la peste, estos son agresivamente expulsados por el esposo de una de las enfermas agónicas. Afuera, el hombre religioso le menciona a Beatriz: “he fracasado hija, que dios tenga piedad de su alma”. En este sentido, lo trágico, asumido por los personajes, trasciende, razón por la cual, el cura se encuentra constantemente rodeado de mujeres, quienes lo ven como objeto de deseo, como un potencial salvador de su marginación sexual. Sin embargo, el hombre termina errando, pues es arrestado e injuriado por actos que no ha cometido, mientras Beatriz, fruto de la tragedia misma, se aleja en un carruaje apoyada en el hombro de un hombre que jamás la respetará ni tratará como ser humano.

Frente al desenlace trágico, los burgueses del ángel exterminador vuelven a confrontarse al enclaustramiento, no obstante, esta vez dentro de la iglesia, junto a una multitud de creyentes. Por lo tanto, si bien no existe un sujeto trágico que, por antonomasia, caiga, la totalidad de los personajes es condicionada al aprisionamiento y, en consecuencia, a una fatalidad unánime. Paradójicamente, la ruptura del enclaustramiento, proceso que supone una esperanza para los aristócratas, va a constituir el desenlace trágico del estilita Simón. Esto, ya que la esperanza de Simón subyace depositada en la penitencia marginal de la columna, que aparentemente lo conduce a una superación espiritual. No obstante, cuando la voluntad del santo parece ser inquebrantable ante la última tentación de satanás encarnado en la figura femenina, Simón reza mientras le susurra: “prepárate a partir Simón, ¿sabes a donde te llevo? al Sabbath, allí verás relampaguear las lenguas, y las heridas rojas de la carne. Basta [de rezar]. Vámonos, ¿no oyes? Vienen a buscarnos”. Por medio de un raccord de mirada, es exhibido un avión comercial que planea por los aires y luego un paneo de cámara filma el pilar vacío en medio del desierto, es decir, los personajes abruptamente han desaparecido del espacio de enclaustramiento. Todo se difumina y cuando la imagen vuelve a la claridad, ya no es posible observar un desierto, sino por el contrario una enorme ciudad. La primera toma, desde lo alto, filma un contrapicado de los numerosos edificios y construcciones urbanas. Rápidamente, una toma realizada desde un tajante plano contrapicado en 90° es contrapuesta. La cámara gira y lentamente recupera la compostura, es estabilizada. Simón, sumergido en medio de una fiesta de rock and roll, ahora afeitado, vestido como ciudadano moderno y fumando una pipa, está absolutamente supeditado a las fuerzas de Satán y el mundo moderno.

Animal como símbolo trágico

Como he planteado, lo trágico es desarrollado a lo largo del cine buñueliano por vía de diversos roles entre personajes, símbolos y procedimientos cinematográficos en relación con el espacio siniestro. Ocurre que el director ocupa un procedimiento metafórico ligado al entramado narrativo: el animal requisa un significado hostil y amargo de los personajes. Principalmente hablaré de Los olvidados, ya que en este film la imagen del animal es condensada en el devenir de la gallina ante lo siniestro. Recorriendo las diversas apariciones de su figura, al emerger en varios momentos clave, es posible establecer dos partes del proceso: una de reapropiación de significado y otra de acción como doble. Respecto a la primera, el gallo aparece en la construcción incompleta justo luego de la golpiza y abuso perpetuado por los rapaces a Don Carmelo. Se manifiesta cuando Pedro observa un polluelo, y una gallina sobrevuela hasta la parte superior de la muralla. Pedro incómodo con la presencia del animal se levanta y grita “¡fuera!” lanzándole con fuerza el pequeño animal. Sin embargo, al ocurrir esto, instantáneamente suena la voz del padre de Julián, hombre desesperado e infeliz, que desea vengar la muerte de su hijo. Así, el sentido trágico es condensado en la aparición de la gallina, que también es observable en El ángel exterminador. Todos reunidos escuchan la música interpretada por Blanca, luego se filma a una de las mujeres extrayendo un pañuelo de su bolso; elemento por el cual la cámara queda suspendida unos segundos denotando que dentro del mismo implemento subyace el cadáver de una gallina.

Ya estructurado el vínculo metafórico, el animal pasa a asumir el rol de doble ante personaje trágico. En otras palabras, la gallina recibe el gran peso de las pulsiones reprimidas por los personajes en dos escenas principales. La primera, transcurre en la mitad de la historia, posterior a la escena de los lamentos y gritos de Don Julián. Pedro, quien busca desesperado el amor de su madre—tópico de la película—, le promete haber cambiado y trabajar. Al ver la reacción inerte de su progenitora frente a sus continuas demandas afectivas, le arrebata la mano y le da un beso, ocasionando que las legumbres se derramen. La madre lo reprende bruscamente, pero los gallos comienzan a pelear interrumpiendo. La mujer se precipita, y golpea a las aves como si con este acto purgara sus problemas familiares y sociales. Sin éxito, el pobre Pedro pide clemencia por las aves. Ahora bien, la segunda escena ocurre hacia el final de la película y se relaciona con la primera por constituir acciones similares, no obstante, esta vez son perpetradas por el joven. En este punto de la trama, el infante, culpado injustamente, ya ha sufrido las adversidades de la tragedia—a excepción de su muerte— y, por eso, deviene violencia. Lanza un huevo a la pantalla visibilizando el aparato estético—la cámara— pero, además, recrimina al espectador su función de testigo. El desperdicio de los huevos enfurece a los demás jóvenes presentes y genera una confrontación entre ellos y Pedro. El héroe trágico coge un palo y golpea amenazante el alambrado, tras el cual se encuentra el resto de las personas. Lleno de ira y timoneado por la frustración de sus intenciones ante un mundo enemigo, gira la vista y ocurre: el chico comienza a masacrar a los gallos con el garrote. El primer plano de los cadáveres y el contrapicado de su cuerpo enajenado son efectos del símbolo del gallo: éste procede en forma de doble de las personas, ya que es “en su destrucción, y en la corrupción visible de sus cuerpos que finaliza el trabajo de las miserias […] que han sido referidas originalmente en función de los seres humanos” (Corro 120).

Obras cinematográficas citadas

Buñuel, Luis. Un perro Andaluz. La película, 1929.

—————-. Los olvidados. La película, 1950.

—————-. Nazarín. La película, 1958.

—————-. El ángel exterminador. La película, 1962.

—————-. Simón del desierto. La película, 1965.

Obras escritas citadas

Corro, Pablo“Un espacio siniestro en el cine de Buñuel”. Revista Aisthesis N°33 (2000):           1 – 7.

Lucas Ramon, Irene de. Los olvidados la violencia de los excluidos. Valencia: Cine Derecho, 2008. Impreso.

White, Hayden. Metahistoria: la imaginación histórica en la Europa del siglo xix.           “introducción: la poética de la historia”. México: Fondo de cultura económica,      1992. Impreso.

[1] Del alemán unheimlich, también traducido al español como lo ominoso.

[2] Entiéndase caos no como el antónimo del orden, sino como una realidad contenida y organizada fuera de los parámetros normativos de lo regular y corriente.

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