Dom. Ago 10th, 2025

Reconstruida a 100 años de su estreno en 4K, La quimera del oro se ha convertido en el curso de los años en un lugar canónico en la historia del cine. El baile de los panecillos, parafraseada una y mil veces, constituye un momento que sintetiza el poder de una imagen cinematográfica: plasmar sueños como nuevas realidades.

La restauración, cabe señalar, recupera aquella versión exhibida en la época del cine silente, dejando de lado la opinión del propio autor que, en 1942, la remontó como cualquier artista que pule y ajusta su obra. La exhibición actual viene precisamente a proponernos nuevos desafíos sobre la noción del arte y su relación con el mercado, situándola en un territorio de nuevas lecturas fértiles y la hace seguir siendo contracultural al insertarse entre blockbusters del momento.

La película narra la historia de Chaplin, un pobre vagabundo que migra a territorios inhóspitos en busca de riquezas, basado en acontecimientos reales conocidos bajo el rótulo de la Fiebre del Oro, y que a fines del siglo XIX hizo que muchos aventureros se adentraran en los alrededores del polo norte en busca de yacimientos mineros. Territorio y riqueza van de la mano con el fin de parodiar a sujetos cegados por la posibilidad de abandonar la pobreza, incluso en niveles absurdos, y que presentado en la actualidad resulta un gesto irreverente.

La sucesión de acciones gradualmente se concentra en las relaciones humanas. Al comienzo Chaplin cae por accidente en el refugio de un fugitivo ermitaño para refugiarse de una tormenta, a la que luego se les suma el bonachón y gigante Mc Kay, dando vida a una serie de secuencias con la firma de Chaplin, divertidos slapsticks que son la cuna de los posteriores cartoons. Es en estas secuencias donde luce la poética de los objetos que caracteriza a este autor, construyendo de este refugio un mundo fantástico a partir de detalles, lo que se ilustra en una irónica cena en que cocinan un zapato ante la ausencia de comida.

El deseo de salir de la pobreza solo queda en ello, ya que al fin de la tormenta Chaplin divide ruta con el gigante Mc Kay, y continuará su camino llegando un pequeño pueblo fundado precisamente a partir de la Fiebre del Oro, donde se encandila con Georgia, la cabaretera linda del pueblo. Ella consigue ilusionar al vagabundo, quien se esmera en prepararle una cena de año nuevo. Vana ilusión, porque la muchacha preferirá disfrutar de una fiesta con el grandulón del pueblo, reiterando la idea de un deseo que se frustra.

Sin amor, sin dinero y portando como posesión únicamente una foto de Georgia, el destino de un sujeto se enfrenta al retorno de su condición subalterna. Pero el azar cumplirá con satisfacer un imaginario que, sabemos, solo puede ocurrir en una película. Subterráneamente, Chaplin entiende que salir de la miseria es, para muchos, una mera fantasía que requiere de un momento catártico e ilusorio, y que el cine está ocupando ese lugar. Finalmente, un pobre convertido en millonario, será siempre visto por la elite como un intruso, y lo que resultas más revelador, también por una clase aspiracional que reniega de su lugar en la pirámide social.

Que distinta resulta esta película en relación a La luz azul (Leni Riefenstahl, 1932), que, si bien tratan temas similares, develan dos visiones casi opuestas sobre el territorio y la acumulación del capital, sobre todo desde los conceptos de pobreza y riqueza. En su oposición parecen potenciarse como reflexiones morales sobre el mundo, muy propias de esos años.

La gran recompensa de ver La quimera del oro, estrenada hoy en salas comerciales, pasa por instalar el punto de vista de un artista de primer nivel en la opinión pública del siglo XXI, generando lecturas sobre los valores humanos, abriendo preguntas sobre los anhelos de riqueza que surgen desde nuevas pobrezas en el mundo actual.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *