De todas las abrumadores posibilidades de asimilación que ofrece este documental, emerge un desafío bien específico que nutre todo su desarrollo. Lo reunido, provocado y capturado por esta película, funcionaría como una probable solución a esa atomización. La directora congrega a sus familiares, los aborda, e incluso presiona, para lograr que éstos vuelquen esa vitalidad contenida que guardan, pues esto que será fijado en este nuevo álbum de fotos privado-público. La meta: un nuevo entusiasmo que lo recompondrá, y, por extensión, a cualquiera que lo atestigüe.
¿Pero cómo provocar, en efecto, que brote de manera delicada y natural esa emoción potencialmente unificadora? Paso a paso. Primero indagando en los recuerdos, las percepciones más generales. Identificando qué conocen o creen conocen. Luego, instalando imágenes desprovistas de épica o política dura para gatillar reconocimientos o percepciones específicas: cercanía. Y, finalmente, cuando ya no hay defensas, revelar con pinzas lo realmente inusual, lo pedestre, eso que cualquiera puede reconocer por su universalidad: el humor. Cierto humor, distendido, hogareño. Lo visceral que rompe la barrera de la razón y la postura.
Claves son las interpelaciones reiteradas a su prima Maya Fernández, quien es una especie de albacea de un archivo oculto, y quien tiende a ofuscarse con la insistencia de su prima-directora. ¿Y cómo lidia aquella agonizante viuda con las infidelidades de su marido y otros escabrosos pasajes matrimoniales? Hortensia, nonagenaria, apenas se mueve, se evidencia agotada y esto tensa los encuentros. Pero deja en claro que nunca se quiso victimizar, ni con el caso “Payita” (la secretaria personal y amante de Allende). ¿Hasta qué punto su hija Isabel Allende, activa política hoy, se permite expeler lo que su hija –la directora– le incita verbalizar? “No arranques”, le dice Marcia en una escena decidora.